El pasado jueves fue día de caza en la sierra de A Groba. Y eso se notó en el escaso número de observaciones: un chochín, varias lavanderas blancas, apenas un par de alondras, y el reclamo chirriante e inconfundible de la curruca rabilarga, que seguramente andaría escondida entre algún matorral. Eso fue todo.
Había venido a por los chorlitos dorados, pequeñas joyas aladas que en esta época vuelan hacia el sur de Europa procedentes del norte del continente, de la lejana tundra. Huyen del frío invierno de aquellas latitudes.
Sabía perfectamente que el ruido de los disparos y el trasiego de coches, perros y personas pondría en fuga a la mayoría de las aves. A pesar de todo quise intentarlo. Estos montes a menudo guardan grandes sorpresas esperando a ser descubiertas.
Pero los peores augurios se estaban cumpliendo. Completé mi trayecto de campeo habitual en menos de una hora. En otras circunstancias me hubiera llevado más tiempo, pero no valía la pena esperar más. La sierra estaba triste, vacía, sin vida...
Resignado, pensando que quizá hubiera sido mejor quedarse en casa, decidí bajar hasta el aparcamiento en el que tenía estacionado mi coche, y en el que minutos después me reuniría con mi amigo Carlos, con el que había quedado previamente. Eran las 19.00 h. de la tarde, momento en que también los cazadores empezaron a recoger.
Búho campestre observado el pasado jueves en A Groba. //Manu Sobrino |
Dando voces, demostrando una vez más su falta de respeto por todo y por todos, hablaban a gritos los unos con los otros. Mientras tanto, uno de sus perros se divertía jugando y persiguiendo a una vaca ante la despreocupada mirada de su dueño. Si son capaces de hacer eso con un animal tan corpulento, ¿qué no harán si se topan, por ejemplo, con un grupo de los pequeños y frágiles chorlitos dorados? Mejor no pensarlo...
Poco a poco la sierra se fue quedando en silencio. Los de la escopeta se habían marchado, por fin. Tras varios minutos tratando de comunicarme con Carlos, lo vi llegar a lo lejos. Nos saludamos y comenzamos una animada conversación que se prolongaría durante los siguientes 45 minutos.
De repente, mis palabras se vieron interrumpidas por las de un sorprendido Carlos:
―"¡¿Qué es eso!?", preguntó señalando con el dedo una zona concreta a mis espaldas. Rápidamente me giré para comprobarlo.
―"Parece un ratonero", me dijo. "¡Ah no, es una lechuza campestre!", rectificó. Con la ayuda de prismáticos pude apreciar claramente el vuelo magestuoso de la lechuza, así como la faz achatada del ave, rasgo común a todos los búhos.
No es raro observar al búho campestre durante el día. Se trata de la rapaz nocturna más "madrugadora". //Manu Sobrino |
Pocas veces desenfundé la cámara tan rápido como en esta ocasión. Llevaba mucho tiempo esperando verlo, y mucho más todavía fotografiarlo. Pero la suerte estaba de nuestro lado. La rapaz fue a posarse en el punto más elevado de una loma de piedra y toxo, a 150-200 metros de nuestra posición. Las últimas luces del atardecer incidían directamente sobre el cuerpo del animal, añadiendo mayor atractivo a la escena.
A diferencia de los demás miembros de su familia, la curuxa manifiesta hábitos parcialmente diurnos, por lo que no es raro sorprenderla durante el día. El búho lleva el sol en sus ojos; el búho enciende la noche con su mirada. Y sus presuntas presas ―principalmente pequeños roedores― lo saben muy bien.
Finalmente, la enorme rapaz alzó el vuelo y desapareció tras el altozano, dejando en nosotros un recuerdo imborrable y varias fotografías que guardaremos para siempre. Poco después nos despedimos, emplazándonos para la próxima cita con el campo y las aves.
Pero sería un mamífero el encargado de poner el broche de oro a la jornada. En el camino de vuelta a casa, un zorro atravesó la carretera varios metros por delante de mi coche, deslumbrado y seguramente asustado por los faros del vehículo.
A veces pienso que la naturaleza pone todo el empeño en desvelar sus secretos a aquellos que, como yo, nos acercamos a ella con respeto y admiración...
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